jueves, 30 de diciembre de 2010

Sabiendo que la búsqueda era eterna.

Foto por Nato Bocanegra
Anoche, cuando les vi, se acababan de conocer, y te juro que parecía que se querían. No sé si fue la soledad o las ganas de fiesta, o ambas, pero cuando se abrazaban, parecía que se hubieran contado todos los secretos de la vida. Como si la única verdad indiscutible fuera el calor de sus manos, el roce de sus labios y la amnesia temporal producida por un huracán de lenguas. Se sonreían ajenos a la idea de que horas después, cuando se despertaran con un desierto en la boca cada uno en su cama, tendrían todo el tiempo del mundo de recapitular, de arrepentirse, o de seguir con el objetivo de coleccionar una sonrisa distinta cada sábado.
Todos hemos jugado a algo parecido alguna vez, todos nos hemos enamorado y hemos jurado que eso no merecía la pena, que lo que necesitábamos eran unos brazos que nos cobijasen sin tener que buscarlos, todos nos hemos desenamorado y hemos dicho que salir cada noche a matar era la mejor opción, y todos, al final, hemos vuelto a empezar.
Mientras todos le daban palmaditas en la espalda, hubo un momento en el que, sin palabras, pudo ver cuánto me compadecía de él.
Yo tengo unos brazos, unos de unos 15 km, así que imagínate.

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