jueves, 30 de diciembre de 2010

El camino de una vida no es sencillo.

Foto por Andrea González Güemes
"La muerte te espera en el pasillo, la vida se consume como un cigarrillo "
A dos días de fin de mes, fin de año, fin de década, aún me faltas, un año más. La mayoría de las personas solo saben echar de menos en kilómetros, suerte para ellos. A ti te tengo que contar en latidos, en respiraciones, en todo eso que hace tiempo dejaste de hacer.
Creer en Dios es un daño colateral, un necesario para que exista el cielo, suponiendo (escatimando en merecidos lujos) que solo te concedieran eso, tomando el resto como fianza.
A día de hoy, aún intento explicarme cómo con ocho años ya entendí que un corazón tan grande necesitaba más de una vida, y que, dejar de latir no era dejar de existir.
Aún te quedas jugando con un pastor alemán cuando paso por el camino de tu casa a la iglesia, sí, esa que solo pisaba cuando dormía allí la noche de reyes, y a la que, por cierto, no he vuelto a entrar. Alguien que te quita de mi lado, no se merece que le visite, y, de todas formas, no necesito intermediarios.
Y aún la abuela te grita y se enfada porque llegamos tarde y, como dice ella, “La puntualidad es una cosa muy importante, la gente seria es puntual, yo llego siempre cinco minutos antes”, otra cosa que no he terminado de heredar, no me gusta tentar al destino echando un pulso a las manillas del reloj, ni perder el tiempo esperando.
Aún me lías hablándome al oído desde la puerta de la cocina cuando ella está cocinando en nochevieja, y la tiro del delantal hablando entre los dientes de una sonrisa de esas que después dejan agujetas, para decir en bajito “abuela moña” y salir corriendo por la puerta a tus brazos, mientras Alba, Héctor y Sergio se mueren de la risa, como niños que se ríen de otros niños, o peor aún, de tonterías ideadas por mayores.
Aún me despiertas cantando “por el camino que lleva a Belén” mientras te anudas la corbata y te pones los gemelos en sus respectivas mangas, con esa sutil elegancia de quien lo es por naturaleza, por los poros, para que otros puedan deleitarse a tu paso con los ojos brillantes y, si me apuras, la boca abierta.
Aún me llamas para poner el árbol todas las navidades, aún me escribes cartas firmadas por Melchor, aún me das la paga, aún me llevas al parque y me curas las heridas, aún me sonríes desde el sofá con tu bata verde llena de bolitas, aún.
Aún me acuerdo de todo, ocho años después, aún.
Feliz Año abuelo, donde estés.

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