domingo, 14 de junio de 2015

Lloverá y yo veré

Foto por Andrea González Güemes

El día que el viento dejó de soplar,
la veleta desnortada comenzó a girar
pretendiendo independizarse de él;
enredarse así en un tornado
era simplemente pura inercia.
Que la brisa no era huracán
por mucho nombre de mujer que tuviera,
tardaría más en comprenderlo.

Crónica de una suerte anunciada
por el Meteosat
fue su llegada desde el océano menos pacífico,
muy consciente, pero inocentemente adorable 
cuando su propio viento le levantaba la falda.
Cogía las jarras de cerveza con las dos manos
y las marcaba con el rojo de sus labios.
Se perdía en las rotondas
como si las aceras a su paso
no fueran a rendirse a sus 160 km/h.
Tenía una hucha para aviones,
que alimentaba más cuanto más podía volar,
por si un día no conseguía
despegar sus pies del suelo.

De convertirla en vendaval de andar por casa
lo único que él pretendía era eso,
verla andar por casa.
De soplar en contra,
buscaba ser molino.
De su jaula de realidades,
verla revolotear en libertad
acariciando unos barrotes invisibles
a los que poder llamar toma a tierra,
mientras cantaba despistada
en el asiento del copiloto
de su propia cabina de mando.
Dejándose llevar, dejándose mecer.

Lo malo de los huracanes
es que solo estás a salvo en sus ojos.
Lo peor,
lo que queda cuando los dejas ir.

¿Cuántas velas vas a conseguir apagar ahora que ella no sopla?




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